Las competencias atléticas tuvieron como sede el Estadio Nacional –sede principal de aquella fiesta olímpica- y por última vez se utilizó una pista de ceniza ya que, a partir de 1968, las pruebas atléticas se desarrollaron sobre pistas sintéticas. Las competencias atléticas de Tokio 64 se desarrollaron entre el 14 y 21 de octubre y la ceremonia inaugural de los Juegos tuvo momentos muy emotivos. Por ejemplo, cuando el encendido del pebetero estuvo a cargo del atleta Yoshinori Saka, quien había nacido el mismo día de 1945 en que estallaba la bomba de Hiroshima… El Estadio Nacional (Kojuritsu Kyogijó) también fue la sede del tercer Campeonato Mundial de Atletismo en 1991 –aquel del épico duelo entre Mike Powell y Carl Lewis en salto en largo- y fue demolido en 2015, para procederse a su reconstrucción con motivo del nuevo acontecimiento olímpico. Diseñado por el arquitecto Kengo Kuma, esta reconstrucción demandó un año y medio y deja sus instalaciones con capacidad para 68 mil espectadores.
Aquellos Juegos del 64 marcaron verdaderamente una época, con nombres que permanecen en la historia del atletismo entre los más grandes de las distintas disciplinas: el velocista estadounidense Jim Hayes, el mediofondista neocelandés Peter Snell, el maratonista etíope Abebe Bikila, el saltarín soviético Valery Brumel, el discóbolo estadounidense Al Oerter, la saltarina rumana Iolanda Balas, las velocistas Wyomia Tyus (USA) y Betty Cuthbert (Australia), las soviéticas Tamara e Irina Press, entre aquellos nombres, fueron protagonistas de jornadas inolvidables, que pueden revivirse ahora que Tokio vuelve a estar en el primer plano de convocatoria mundial del deporte.
A partir de Tokio 64 comenzó una paulatina equiparación de las pruebas femeninas con el programa masculino (se agregaron los 400 llanos y las combinadas para las damas), algo que en las últimas décadas constituye una realidad. El equipo estadounidense reafirmó su poderío en el sector masculino, duplicando la “producción” de la URSS y quedando tercero el equipo de Alemania que compitió unido (Occidental y Oriental), algo que no volvería a suceder hasta principios de la década del 90, cuando se reunificó el país tras la caída del Muro. En damas, los títulos aportados por las hermanas Press –Tamara en bala y disco, Irina en pentathlon- permitieron que las soviéticas lideraran el medallero.
Y hubo numerosas innovaciones técnicas, como la introducción de Seiko en el cronometraje automático y el uso de garrochas de fibra de vidrio, que revolucionaron esa especialidad.
El ya citado Jim Hayes le devolvió a Estados Unidos el dominio de la prueba reina, los 100 metros, que el alemán Armin Hary les había arrebatado en Roma 60. Y lo hizo en forma contundente, con 10s.0 manuales que igualaba el récord del mundo pero, además, con la mayor ventaja hasta entonces vista en una final de la prueba, en la que el cubano Enrique Figuerola se llevó la medalla de plata y el canadiense Harry Jerome, el bronce, ambos con 10s2. Pocos días después, Hayes ofreció otro tremendo espectáculo con su remate en la posta 4×100, tomando el testimonio en el quinto puesto y descontando enseguida la ventaja para darle el título a USA, además del récord del mundo. Así el equipo norteamericano recobró uno de sus cetros más codiciados –no había perdido ninguna final de 4×100 desde 1920 hasta la descalificación en Roma- y lo hizo con una marca mundial de 39s.0, delante de polacos y franceses, ambos con 39s.3. Se considera que Hayes, lanzado, corrió ese último parcial entre 8s.80 y 8s.90, tiempo asombroso que sólo se podría comparar con un relevo de Carl Lewis tres décadas más tarde. Más aún, Hayes recibió su testimonio con tres metros de desventaja respecto al polaco Marian Dudziak y al francés Jocelyn Delecour, a quienes pudo rebasar.
El dominio de los velocistas estadounidenses fue completo, ya que también se consagraron Henry Carr (20s.3 récord olímpico) y Mike Larrabee (45s.1) en 200 y 400 respectivamente. Y ambos se unieron a Ollan Cassell y Ulises Williams para una imbatible 4×400 que marcó un récord del mundo de 3m00s7.
El mediofondo presentó a una de las grandes estrellas de Tokio, Peter Snell. Primero retuvo la corona de los 800 con récord olímpico de 1m.45s.1 y cinco días más tarde le añadió el título de 1.500 con 3m.38s1, logrando un doblete que ningún otro mediofondista ha podido emular hasta nuestros días. Un formidable cambio de ritmo en la recta opuesta le permitió estirar ventajas hasta terminar en forma convincente, seguido por el más destacado especialista europeo de la época, el checo Joszef Odlozil con 3m39s6.
En las pruebas de fondo se esperaba mucho del australiano Ron Clarke, quien a mediados de aquella década había arrasado con todos los récords mundiales. Sin embargo, las citas olímpicas sólo significaron decepción para Clarke, en parte por su inexperiencia en esas competencias y también, por tácticas equivocadas. Y las dos pruebas de pista terminaron con resultados sorpresivos por los triunfos de estadounidenses que no figuraban entre los favoritos: Bob Schul en 5.000 con 13m.48s.8 y Bill Mills en 10.000 con récord olímpico de 28m24s4. En los 5.000, Clarke trató de imponer un ritmo fuerte (pasó como líder los 3.000 en 8m22s) y lo pagó sin resto para el final, quedando noveno. En los 10 mil, al menos, tuvo el consuelo de una medalla. Pero aquí Mills resistió desde el comienzo junto a un grupo que incluía al propio Clarke y a un gran especialista como el tunecino Mohamed Gammoudi. A la hora de las definiciones, el remate de Mills lo llevó a una superación personal de casi medio minuto (ganó con récord olímpico de 28m24s4, aventajando por cuatro décimas al tunecino), mientras que Clarke llegó al podio con 28m25s8. En el cuarto puesto apareció el etíope Mamo Wolde quien, cuatro años más tarde, sería el heredero de Abebe Bikila como campeón de maratón.
Y justamente Bikila fue uno de los héroes de Tokio. A diferencia de Roma 1960, esta vez corrió descalzo. Y ya no era ningún desconocido, no sólo porque se trataba del campeón olímpico, sino porque había sumado victorias en distintas pruebas desde entonces. Sin embargo, había una incógnita por su estado, ya que seis semanas antes de los Juegos tuvo que ser intervenido por apendicitis. La disipó enseguida y aunque una vez Clarke se decidió a competir –sin antecedentes en maratón- y a marcar el ritmo durante 15 kilómetros, después el etíope fue incontenible. Llegó en forma impecable al Estadio con un récord mundial de 2h12m11s2 recibiendo la ovación de 70 mil espectadores. También aclamaron a su representante Kokichi Tsuburaya quien, pese a ser superado en los tramos finales por el británico Basil Heatley, pudo ubicarse en el podio y darle su única medalla en atletismo a Japón. Coronaba así todo su esfuerzo de aquellas semanas, en las que también quedó 6° en los 10 mil metros. Clarke, por su parte, fue noveno. El caso de Suburaya, finalmente, resultaría trágico, ya que sin poder recuperar su forma física cuando intentaba clasificar para México… se suicidó.
En los 110 metros con vallas, Hayes Jones marcó 13s.6 para ofrendarle su séptimo título olímpico consecutivo a Estados Unidos, dentro de una especialidad en la que recién doce años más tarde, en Montreal, el francés Guy Drut conseguiría cortar tal supremacía. También los 400 vallas fueron para Estados Unidos, a través de su flamante aparición Rex Cawley, quien marcó 49s6 y superó por cinco décimas al británico John Cooper y al italiano Salvatore Morale. Y en los 3.000 metros con obstáculos, se consagró un conocido de la afición atlética sudamericana, el belga Gaston Roelants, varias veces triunfador en la Travesía de San Silvestre. Roelants marcó 8m30s8 en los Juegos de Tokio para su histórica victoria.
El salto en alto constituyó otro de los platos fuertes de Tokio 64 por el duelo entre ese fantástico especialista soviético llamado Valery Brumel con su famoso estilo de rodillo ventral y su clásico rival, el estadounidense John Thomas. En los Juegos de Roma habían quedado 2° y 3° respectivamente, triunfando el otro representante URSS, Robert Shavlakadze. Ahora éste retornaba, pero solo podría quedar quinto. Brumel tenía una clara superioridad (8-1) en sus encuentros anteriores con Thomas pero el duelo fue tenso, la prueba se prolongó durante cuatro horas. Se resolvió en los 2,16 metros, cuando Brumel pudo atravesar en primer intento, Thomas necesitó dos y John Rambo, el otro estadounidense, en tres. Rambo se quedó allí para llevarse el bronce, mientras Brumel y Thomas pasaron los 2,18 en primera tentativa, fijando el récord olímpico. Ninguno pudo con los 2,20. La espléndida campaña deportiva del oriundo de Siberia se truncó un año más tarde en un accidente de moto, que le demandó múltiples operaciones.
Las emociones se extendieron a las otras pruebas de saltos. En garrocha, los estadounidenses habían ganado todas las ediciones olímpicas y ahora contaban con el recordman mundial Fred Hansen. La prueba había experimentado un vertiginoso crecimiento con la utilización de las “fiberglass” (el WR pasó en poco tiempo de 4,81 m. hasta los 5,28 m. de Hansen). Ya en Tokio, los nueve primeros demolieron el anterior récord olímpico de 4,70 m. y Hansen prolongó la hegemonía norteamericana con 5.10, seguido por un trío de alemanes en los 5 metros: Wolfgang Reinhard, Klaus Lehnertz y Manfred Preussler.
Y en los saltos horizontales, triunfaron el polaco Jozef Schmidt en triple (16.85) y el británico Lynn Davies en largo (8.07). Schmidt retuvo la corona lograda en Roma, pero su participación estuvo en duda hasta pocas semanas antes, ya que sufrió una operación de rodilla. Alcanzó a reponerse tiempo. Lo de Davis resultó toda una sorpresa, ya que apareció como un “outsider” en el esperado clásico entre dos estilistas y que dominaban la especialidad en aquella época: el estadounidense Ralph Boston y el soviético Igor Ter-Ovanessian. Boston defendía la corona lograda en Roma, donde el soviético se había llevado el bronce. Ahora las condiciones climáticas eran difíciles, se compitió con un frío de 10°C y Davies apareció en el quinto intento de la final con el mejor salto de su vida (8.07) para alterar los pronósticos. Boston (8.03 en el último) y Ter-Ovanessian (7.99) no pudieron replicarle, y tuvieron que escoltarle en el podio. Aún estarían en los primeros planos cuatro años más tarde, en México. Pero allí fue el turno de una de las más sensacionales demostraciones de la historia atlética, los 8.90 m de Bob Beamon. Y Boston terminó con un bronce, un puesto por delante de Ter-Ovanessian, más adelante presidente de la Federación Atlética soviética.
Y si mencionamos tradiciones, estas también se dieron en las zonas de lanzamientos. Por ejemplo, en jabalina, donde Pauli Nevalal (82.66 m.) agregó una página más a la gloriosa dinastía de especialistas de Finlandia. O con Romuald Klim, representante de la URSS, vencedor en martillo con 69.74 m delante del húngaro Gyulia Zvitotski, en un resultado que se habría de invertir cuatro años más tarde. Y también tradición con el lanzamiento de bala, una espeecialidad en la que Estados Unidos había cedido apenas un título olímpico en la historia (1936). Ahora presentaba un trío de lujo con el flamante recordman mundial Dallas Longo (20.68), el juvenil Randy Matson y una leyenda como Parry O’Brien, que había revolucionado la técnica de la prueba, además de estar acreditado con dos oros olímpicos (52, 56) y un subcampeonato (60). Solamente el húngaro Vilmus Varju (tercero con 19.39) pudo tallar algo ahí, dejando al ya veterano O’Brien en el cuarto lugar, mientras Long (20.33) y Matson (20.20) –luego campeón en México 68- se repartían los puestos principales.
Pero la gran emoción se dio en el lanzamiento del disco, donde al estadounidense Al Oerter se le presentaba muy difícil la búsqueda de su tercer oro consecutivo. Arrastraba una lesión lumbar, que le obligó a utilizar un collar ortopédico para impedir desplazamiento de vértebra. Y al promediar la prueba, tenía complicado el acceso a las medallas, mientras que se afirmaba el checo Ludvik Danek (poseedor del record mundial con 64.55 desde pocas semanas antes). Entonces, antes del quinto intento, Oerter tomó una decisión sorpresiva, audaz: ante la vista de la multitud, se quitó el collar, lo arrojó –furioso- al piso y efectuó su lanzamiento ganador: 61.00, record olímpico. Danek fue subcampeón con 60.52. Pocas veces se vio tamaña demostración de valentía y decisión ante la adversidad, como en aquella tarde con Oerter… Cuatro años más tarde, volvió a ganar en México, convirtiéndose así en el único atleta en la historia que logró una misma prueba en cuatro ediciones consecutivas de los Juegos, una hazaña que recién pudo emular Carl Lewis en salto en largo, entre 1984 y 1996. Danek, medalla de plata en Tokio y bronce en México, tendría su compensación al retiro de Oerter, ganando el título en Munich 72.
El decathlon fue verdaderamente agotador, en difíciles condiciones climáticas y marcó la consagración del alemán Willi Holdorf, cuyo liderazgo no corrió peligro después de su gran primera jornada. Yang Chuan-Kwang, probablemente el más grande atleta surgido de Taiwán y que había sido subcampeón en Roma, ostentaba el récord del mundo, pero ahora terminó quinto.
Las competencias masculinas se completaron con las pruebas de marcha, ganadas por el británico Ken Matthews sobre 20 kilómetros (1h29m34s) y el italiano –oriundo de Hungría- Abdom Pamich en 50 km (4h11m13s), en ambos casos con récords olímpicos.
El atletismo femenino también tuvo sus páginas gloriosas en aquellos Juegos de Tokio. Una de ellas las escribió Wyomia Tyus, ganadora de los 100 metros llanos. Las estadounidenses iban a copar el podio, aunque lo impidió la polaca Eva Klobukowska quien se llevó el bronce, delante de Marilyn White. El segundo puesto fue para Edith McGuire, quien había llegado como favorita. Tyus marcó 11s4, dos décimas por delante de sus tres escoltas, y su grandeza se comprobó cuatro años más tarde al repetir este triunfo en los Juegos Olímpicos de México, siendo así la primera mujer en lograrlo en el historial. Su compatriota Gail Devers la emuló (1992-1996) y también, la jamaiquina Shelly-Ann Fraser (2008-2012), a quien la tendremos nuevamente en la línea de salida de Tokio… Tyus, al igual que tantos atletas de raza negra de su época, y de las previas, venía de un hogar muy humilde –Georgia en su caso- y habían sufrido la discriminación en su adolescencia y juventud. Su paso por la Tennessee State University y la guía del conocido entrenador Ed Temple hicieron revertir aquella historia, llevándola a la gloria olímpica.
Edith McGuire, su compañera de equipo, se rehabilitó con la victoria en los 200 llanos donde marcó un récord olímpico de 23s0, superando por una décima a una de las más grandes atletas de todos los tiempos, la polaca Irena Kirszenstein, luego Szewinska (esta ganó los 200 en los Juegos siguientes y fue bronce en el 72, para completar su colección de medallas con la victoria en los 400 de Montreal 76, a lo que hay que agregarle otras en largo y relevos a lo largo de sus cuatro participaciones olímpicas).
Con Tyus y McGuire en el cuarteto, junto a Whyilie y Marilyn White, Estados Unidos era favorito en el relevo corto, pero tenía en Polonia un poderoso rival: allí lanzaba la subcampeona de vallas Teresa Wieczorek, seguían Kirszenstein, Halina Richter y la medallista individual Eva Klobukowska. Polonia se llevó el título con 43s6, tres décimas por delante del escuadrón USA, ambos batiendo el récord del mundo. Dos años más tarde, Polonia fue despojado del récord ya que Klobukowska no pasó un test de sexo, pero se le mantuvieron las medallas olímpicas.
Otra de las grandes protagonistas en las pruebas de pista fue la británica Ann Packer, al ganar los 800 metros con marca mundial de 2m01s1 y quedar subcampeona de los 400 con 52s2, a dos décimas de la australiana Betty Cuthbert. Esta había sido la estrella de los Juegos de Melbourne en 1956 –campeona de 100, 200 y posta corta- pero se había retirado tras Roma, para retornar, una vez más en la plenitud, en los Juegos de Tokio.
Los 80 metros con vallas ofrecieron uno de los mejores espectáculos de aquel octubre atlético en el Estadio Nacional de Tokio. Irina Press, en representación de la URSS, defendía el título, pero ahora sus 10s.6 no alcanzaron: la aventajaron tres atletas con una décima menos, encabezadas por la alemana Karin Balzer,
Irina Press tuvo su compensación al obtener el pentathlon con récord mundial (5.246 puntos de la tabla de ese momento) superando a la “golden girl” del atletismo británico, Mary Rand. Claro que esta también brilló con su victoria del salto en largo con 6,76 metros, delante de la ya citada y múltiple campeona Irena Kirszenstein.
Si aquellas pruebas fueron de lucha y difícil pronóstico, no sucedía lo mismo con el salto en alto. La rumana Iolanda Balas era directamente invencible en su época, no había perdido ni una sola prueba desde los Juegos de Melbourne 56 (a los que concurrió con 19 años) y llegaría a acumular más de 150 triunfos consecutivos hasta 1967, poco antes de su retiro. Vencedora en Roma, única atleta capaz de superar 1.80 y 1.90 en su tiempo, ratificó su abrumador dominio en los Juegos de Tokio con 1.90, con una ventaja de 10 cm sobre la australiana Michele Mason. El bronce fue para la soviética Trisiya Chenchuk con 1.78 y cuarta –en la mejor performance sudamericana de aquellos Juegos, superando múltiples dificultades- quedó la brasileña Aida dos Santos con 1.74, superando su registro personal en 9 centímetros…
Las tres medallas doradas que la Unión Soviética obtuvo en el atletismo femenino de Tokio 64 correspondieron a la familia Press, oriunda de la región de Járkov, Ucrania. Una fue la de Irina en el pentathlon, y las otras dos se la llevó la mejor lanzadora de esos momentos, su hermana Tamara. Ya en Roma había ganado en bala y se había colocado subcampeona en disco, ahora ganó ambas especialidades (18.14 y 57.27 respectivamente), añadiendo estos títulos a su serie de récords mundiales, seis en cada prueba. La zona de lanzamientos se completó con la rumana Mihaela Peney, única que superó los 60 metros (60.54).
FOTO: final de 100 metros femeninos con el triunfo de Wyomia Tyus